El gentil rostro de María Gámez hubiera sido admitido en la lona si hubiera aparecido en ella anunciando sus gafas, no las siglas de su partido
Detrás de la gran lona de la Plaza de la Constitución se esconde un edificio de esos que suponen una prueba de fuego para un arquitecto, porque está situado en un lugar sobre el cual los ciudadanos creen justificadamente tener un derecho de propiedad. La cursilería en boga llamaría a ese lugar 'emblemático', lo cual quiere decir que se haga lo que se haga ahí debe ser un símbolo de la ciudad con el cual todos nos identificamos. En cierto modo es como si nos tuvieran que pedir permiso a cada uno de nosotros para decidir qué se puede hacer, porque la imagen de ese punto de fuga de la calle Larios trasciende del ámbito puramente local de su emplazamiento para comprometer a la ciudad en su conjunto. Antes de que se produjera la ruptura definitiva entre el mundo de los mortales y el de los arquitectos, un caso como éste no planteaba ningún tipo de problema porque, como escribía Alexander Mitscherlich, «de una manera natural se hacía evidente que una parte de la propia identidad procedía siempre del grupo», o sea que el lugar, el entorno, la calle o el ambiente, establecían una serie de deberes para con la ciudad a los cuales habrían de someterse las tentaciones ostentosas de los arquitectos. Incluso acordes ciertamente singulares como la casa Milá o la Batlló, de Gaudí, están en consonancia con el concierto general del ensanche de Barcelona.
Hoy día con la arquitectura suele llegar el escándalo porque nunca se construye a gusto de todos, pero la asimilación en el paisaje urbano de un nuevo artefacto es cosa de un tiempo que, salvo con adefesios que nacen ya envejecidos, suele trabajar a favor. Ahí está, por ejemplo, la aceptación paulatina de la Plaza del Obispo. Pero en este caso el escándalo ha precedido al edificio, concentrándose en la lona que aún lo cubre. Y no porque en ella se haya estampado un anuncio ofensivo a cualquier forma de corrección política. Sencillamente la empresa promotora ha deshecho unilateralmente un contrato ya firmado para alojar la imagen electoral de la candidata socialista a las próximas elecciones municipales. Más allá de lo que probablemente habrá de ser un pleito contra una empresa tan veleidosa, interesa profundizar en el caso del cual este incidente es síntoma.
El anuncio no hubiera tenido ningún problema si hubiera sido de un electrodoméstico, una bebida refrescante, un automóvil, una reproducción de Picasso o cualquier otro objeto de consumo que la economía de mercado ha logrado hacérnoslo imprescindible. Consumo, sí; Política, no. Ya Aldous Huxley describía cómo, en la terrorífica sociedad de su novela 'Un mundo feliz', se había creado un código moral que establecía la bondad absoluta del consumo como sistema 'participativo' del individuo, en clara sustitución de la otra participación social tan temida, esto es, la política. Se nos insta a participar, se nos recuerda la aportación de una vigorosa sociedad civil a la solidez de la democracia.a condición de que no pasemos de la peña en nuestros furores participativos. El gentil rostro de María Gámez hubiera sido admitido en la lona si hubiera aparecido en ella anunciando sus gafas, no las siglas de su partido. Pero no parece que el timorato promotor se haya metido en estas honduras. Su problema era otro.
Esta empresa tiene en sus manos nada menos que. ¡una licencia para construir! No sé si saben bien el valor que eso tiene en Málaga. Una licencia para construir es como un anuncio de embarque en plena huelga de controladores aéreos. Un bien lo suficientemente preciado como para abstenerse de incomodar al monstruo que las otorga, sobre todo cuando en el improbable caso de que se consiga terminar la obra y vender los pisos todavía quedarán muchos trámites hasta lograr que la gente viva dentro. No es necesario que el cocodrilo abra sus fauces para saber que es imprudente hacerle cosquillas en su escamada piel. Contrariamente a la opinión de los socialistas razonablemente cabreados en Internet, la empresa no ha debido recibir ninguna advertencia explícita por parte de la superioridad como para sentirse obligada a incumplir su compromiso. No hacía falta. Un instinto de gato escaldado debió alertarle de los nubarrones de represalia nada más firmar el contrato, y prefirió incumplirlo antes de aguantar el chaparrón. Quizás haya seguido el prudente consejo de Franco de no meterse en política -y tendría razón, con la que está cayendo- pero, aún así, este caso nos da la medida del grado de humillación al que el aldeano poder nos somete, apenas oculto tras la amodorrada normalidad de lo cotidiano.
Fuente:Sur.es
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